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Mi primera vez: así descubrí a Cicatriz

La primera vez que leí el nombre Cicatriz fue hace treinta y seis años, en julio de 1984; en plena desescalada hacia los Sanfermines en un cartel que anunciaba un festival denominado  S.Ferminiko Infernorock. La cita era en el Jito Alai, detrás del frontón Labrit, estando previstas entre las 19:00 horas del viernes 13 y las 7:00 del sábado 14 las actuaciones de hasta ¡17! bandas, entre ellas las de unos primerizos Los Rebeldes, Ser-Vicio Público o RIP.

Aquellos Sanfermines fueron muy especiales para mí, pues debuté en el mundo de la hostelería. ¿Mi destino? El Adiskideak de la calle Calderería, y mi horario, de 7:00 am a 10 am, para cubrir las necesidades etílico-festivas y alimenticias del personal en sus últimas horas de jarana o en las primeras del nuevo día: las de una clientela que, con el encierro en lontananza, ya no se tenía en pie o se acababa de levantar. Con un horario semejante, ¿cuál era mi plan? Dormir durante el día y salir con la cuadrilla y trasnochar directamente hasta el momento de ir a trabajar, algo que, al igual que cualquier otra jornada, hice el sábado 14 de julio, yendo muy entrada la madrugada al Jito Alai para ver a los RIP: responsables directos de que me encaminara hasta allí, toda vez que ya los había visto dos meses antes con la Polla Records en la Plaza del Castillo. Y de aquellas descubrí a Cicatriz.

Poco recuerdo de su actuación, si acaso a Natxo Etxebarrieta, su cantante,  en estado de ebullición total y que las canciones arrancaban y se paraban en medio de un gran desparrame, siendo lo más impactante la transgresión que su sola presencia en el escenario suponía.

Procedentes de Vitoria/Gasteiz, ciudad prima-hermana de Pamplona en muchísimos aspectos (muy conservadoras y tradicionales ambas, con importante presencia de curas, monjas y militares), Natxo, Pepín, Pakito y Pedrito, los Cicatriz, eran depositarios del espíritu salvaje de los Freak y de la banda que originariamente salió de sus cenizas como parte de un programa de terapia, Cicatriz en la Matriz, de quienes heredaron modos, maneras, cantante masculino, baterista, guitarrista y canciones como Escupe (“escupe a la ‘estupa’ / que va en su Ritmo”, en alusión al modelo de vehículo de la brigada de estupefacientes de la época, el Seat Ritmo), Cuidado Burócratas o Aprieta el gatillo, firmadas por el que fuera el cantante de los Freak, el hoy reconocido escultor Juanjo Elguezabal: autor de la escultura de El Caminante de Gasteiz que, dicho sea de paso, escribió letras en todos los discos de Cicatriz. Los tres obuses citados, incluidos en 1985 en el célebre Disco de los Cuatro, también iban  firmados por Pedro Landatxe, baterista, talento musical en la sombra y alma mater de los Zika, como se les conocería popularmente. 

Siendo esto así, pronto, muy pronto se materializó la conexión entre Pamplona y Cicatriz, multiplicándose de forma exponencial sus seguidores navarros conforme se iban sucediendo sus visitas: Pabellón Anaitasuna y frontón Bidezarra de Noáin en 1985, barracas políticas en 1986 en un caótico y multitudinario concierto (con nuevo disco recién publicado, Inadaptados), bar La Granja en otoño de 1987 con un jovencísimo Goar Iñurrieta como guitarrista en lugar de Pepín…

Habituales del Ttutt y con muy buenos amigos en la ciudad, como El Drogas, aún recuerdo la intensidad con que vivimos en el bar durante meses las canciones de Cicatriz, mediante una práctica que llevábamos a cabo los viernes a partir de las ocho de la tarde; cuando intuíamos cargado el ambiente, esto es, casi todos los fines de semana (“son las ocho y qué follón / en la manifestación…”) íbamos al Ttutt y a una con las señales horarias del reloj de la catedral comenzábamos a beber vinos, calentándonos a la vez que se encendían las calles con canciones de Cicatriz como Botes de Humo o cualquiera de las de InadaptadosEra un hombre, de la Polla Records; La línea del frente, de Kortatu Mucha policía poca diversión de Eskorbuto: qué subidones de adrenalina al ver desde el bar cómo corrían las botas de los antidisturbios al otro lado de la puerta, escuchándose cada vez más cerca, cual truenos tras los relámpagos, los pelotazos. 

Recuerdo que una tarde-noche de aquellas de nubes y claros (y claretes, más bien), tal vez a modo de editorial o resumen de lo que se vivía,  a una con los últimos estertores de la bronca sonó el Hay algo aquí que va mal de Kortatu, tema que Natxo cantó siempre en directo, desde los primeros tiempos, mano a mano con Fermin.

Tras años vividos a toda máquina, multiplicados por unos cuántos cada uno, en 1988, con fecha ya para la grabación de un segundo disco, Zikatriz (según se leía en la entrada) actuaron el 25 de mayo en la Plaza de toros de Estella/Lizarra, siendo este concierto el penúltimo de Natxo antes de un accidente de moto que lo dejó unos años fuera de juego, postrado en silla de ruedas hasta que, fuerza de voluntad y algo más de por medio, ante la incredulidad incluso de la clase médica, se levantó, quedando obligado, eso sí, a valerse de una muletas para andar. Y no solo se levantó, sino que en un increíble salto mortal volvió a poner en pie a Cicatriz, regresando en loor de multitudes con nuevo disco, 4 años, 2 meses y 1 día, y un par de conciertos, tres años después del de Lizarra: uno, el 8 de junio, en Gasteiz, y el otro, el 15, en Pamplona, donde llenaron el pabellón Anaitasuna  dando el grupo, en opinión de Natxo,  el concierto de su vida. Subidón, tras abrir para ellos La Polla Records. Ah, el grupo de Evaristo, cuántos conciertos protagonizó en este, el pabellón del rock por excelencia, ya propios, ya abriendo para otros en su vuelta (como en este caso) o haciéndolo en su despedida, algo que harían a finales de 1992 a propósito de la de Hertzainak.

Aún volvería a ver a Cicatriz otra vez en dicho 1991, esta vez en Bergara, en un concierto compartido en uno de sus regresos a los escenarios con aquellos a quienes un buen día de 1984 fui a ver al Jito Alai, los RIP. Con un grupo, al igual que Cicatriz, condenado a pasar por los escenarios como el Guadiana, yendo y viniendo. Poniéndose y quitándose de vez en cuando y que, como las Nochebuenas del villancico, se iban y venían, hasta que se fueron y no volvieron más… 

Tras haber vivido como un ciclón, a toda velocidad, y haber visto caer a toda la formación original; arrastrando su cada vez más castigado cuerpo como una cadena de presidiario, Natxo aún reorganizó los Cicatriz en otoño de 1994 para tocar en un concierto homenaje a Pakito, en el que también tocarían  RIP, registrando estos allí su disco en directo: algo que harían Cicatriz ese año en otro concierto, la víspera de Nochevieja, en lo que había sido la mítica sala Ilargi de Lakuntza. Con motivo de su publicación, en abril de 1995 me planté en Gasteiz y le entrevisté para El Tubo, revista en la que comencé en 1994 como entusiasta escribiente de rock & roll y en la que publiqué hasta el 2000 una larga lista de entrevistas y colaboraciones. Natxo y yo nos conocíamos por amigos comunes y por diferentes incursiones suyas en la Herriko Taberna de Pamplona, donde trabajé hasta 1993: Sanfermines de 1992, nunca olvidaré el día en el que tras entrar al servicio con su inseparable muleta y permanecer allí un buen rato (yo ya me temía lo peor), salió sin ella, dejándosela olvidada. Dicha muleta permanecería colgada durante muchísimo tiempo en el techo del local: la misma que a una con sus subidones, acababa volando en todos los conciertos, súper salvajes siempre, siendo dichos vuelos auténticos termómetros de la pasión con la que el cantante los vivía. 

A una con la entrada de 1996, el 5 de enero Natxo falleció, yéndose con él para siempre los Cicatriz, banda que tan profunda e imperecedera marca  dejó en la escena y en las almas de tantos de nosotros, connotaciones del nombre aparte. Vayan estas líneas en su memoria y en la de Papín, Pakito, Pedrito, Portu, Mahoma y Jul, estos tres últimos, de RIP.

J. Óscar Beorlegui

Mi primera vez: así descubrí a La Polla Records

La noche que fue mi niñez (metáforas aparte) terminó cuando descubrí a Leño, representando su descubrimiento la salida del sol. Pues bien, la luz de ese sol llegó a alcanzar cotas insospechadas tras descubrir a La Polla Records, un día de abril de 1983. Y es que, si bien las letras y maneras de Leño y de otros como Barón Rojo ya habían hecho mella en mí (¿cómo no acordarme del Volumen Brutal, de estos últimos?) las de Evaristo hicieron diana desde el minuto uno, haciendo que pareciesen menores las de aquellos desde que el de la Polla abriera la boca aquella tarde noche de aguas mil. Afortunadamente escampó a tiempo, y lo que vi representó la luz al final del túnel de mi infancia… Sin que dicha luz fuera la del faro de un tren que viniese de frente. Aquel día quedó atrás la noche y comenzó en mi vida a amanecer. 

El acontecimiento sucedió en el paseo de Sarasate de Pamplona, frente al monumento de los Fueros, el 16 de abril de 1983. Poco habíamos oído a aquel grupo, La Polla Records. Si fuimos a verlo fue porque era un concierto gratuito y porque lo organizaba Radio Paraíso. Al igual que a mi familia, al Gobernador Civil de la época, Luis Roldán, aquella emisora, en funcionamiento desde 1980, no le debía caer muy bien, y prueba de ello es que el 29 de marzo de aquel año había decidido clausurarla. Como medidas de protesta, la radio organizó algunas manifestaciones y unos cuántos conciertos, siendo estos los sábados 16, 23 y 30 de abril. En el primero de ellos estaban programados Tubos de Plata, Pabellón Negro (banda en la que militaba Alfredo Piedrafita) y La Polla Records. 

El nombre del conjunto nos sonaba, lo habíamos visto en carteles por Pamplona meses atrás, pues habían sido convocados en  Nochevieja para tocar en una fiesta en el frontón Labrit denominada Nochevientos en el Paraíso, organizada por una revista llamada Cuatrovientos y dicha emisora pirata: las 700 ‘calas’ que costaba la entrada fueron las culpables de que ni se nos pasase por la cabeza asistir. 

Banco Vaticano, presentada por el legendario guitarrista Txarly como La mafia de las sotanasCanción de cuna, y una frase, “Vas con tu uniforme / y con tu mente deformeeeee”, he aquí algunos de mis imborrables recuerdos de aquella tarde de abril, además de la imagen de Evaristo desafiando al público con una chaqueta caqui llena de imperdibles y gesticulando de lado a lado del escenario como si no hubiera un mañana. Los ciudadanos de orden, atónitos, contenían la respiración en sus paseos vespertinos: en el corazón de la city nunca se había visto nada igual.

Dicho 1983 fue fructífero en lo referido a volver a ver a La Polla Records, pues pronto tocaron en la Ciudadela de Pamplona, en junio, en el marco de una fiesta organizada por la discográfica Soñua, y al mes siguiente en Sanfermines, dentro de una programación de apoyo a los grupos noveles, en la plaza de los Fueros. Allí fue donde sonó por primera vez la canción de las canciones, Salve. Para entonces ya contaban con el primer single, Y ahora qué, pero aquello, que tuvieran  o no tuvieran disco, nos daba igual. 

Grupos como La Polla Records representaban la más inimaginable transgresión que ni tan siquiera nos habíamos atrevido a soñar, y, con la fe del converso, íbamos a absorber sus canciones como si fuésemos esponjas, algo que hacíamos entre trago y trago de lo que hubiera. Por otra parte, tampoco íbamos a aquellos conciertos por apoyar a las bandas, sino porque nos gustaban. Porque eran ‘auténticas’,  que se decía en la época. A lo que sí que íbamos por militancia era a manifestaciones como las organizadas aquel año para protestar contra los continuos cierres (‘txapes’, en terminología de la época) de Radio Paraíso. 

Animados por la tenacidad de aquella emisora y tal vez espoleados por las embestidas que le eran propinadas desde el Gobierno Civil, la gente de los grupos ecologistas de Pamplona decidió en 1982 poner en marcha otra radio libre en la ciudad, surgiendo así Eguzki Irratia. Pues bien, como si se tratara de celebrarlo, con motivo del primer aniversario de aquella clausura de Radio Paraíso, la Policía se marcó su pequeña venganza cerrando a finales de marzo de 1984 las dos emisoras, dos al precio de una, procediendo ambas a organizar un concierto de protesta en mayo de 1984: la cita fue en el quiosco de la plaza del Castillo, y los artistas encargados de animarla, Rip y la Polla Records, en la que sería la presentación ‘oficiosa’ de Salve en Pamplona: la oficial sería en octubre de ese mismo año en el Pabellón Anaitasuna. 

Dicho 1984, además, vio mi debut en el mundo de las ondas y en el laboral. Desde que tuve uso de razón (musical), había soñado con hacer un ‘turno’ (así se les llamaba a los programas) en Radio Paraíso, algo que no conseguí, reactivándose dicho deseo a una con la irrupción de Eguzki Irratia. Y dicho y hecho. En aquel concierto conocimos a gente de dicha radio y mi sueño se hizo realidad. Los locales de la Eguzki estaban por entonces en la C/ Jarauta, en un cuarto piso, y los diferentes ‘turnos’ dejábamos y cogíamos las llaves en el bar Malembe. Aún recuerdo cuando llegó el Salve a la emisora, cómo recibimos el disco: todos y cada uno de los programas hicimos un ‘especial’.

Respecto a mi bautismo laboral, diré que pese a que estaba estudiando, la perentoria necesidad económica a la que siempre estaba abocado me animó a  buscar una ocupación. Así pues, decidí pedir trabajo en un bar de Calderería al que íbamos a diario, el Adiskideak. Y me cogieron para ayudar los fines de semana en verano, Sanfermines incluidos: Sobra decir qué disco compré el 15 de julio con parte de lo que cobré…

Ya con la cinta de Salve en mi poder, lo mejor fue llegar a casa y darle al Play: qué caras las de mi madre conforme se iban sucediendo las canciones, siendo el momentazo, el minuto de oro para la posteridad, la que puso cuando sonó Salve. Aquel disco lo tenía todo, incluso un orondo fraile en la portada que dio mucho juego en el hogar, pues se parecía endemoniadamente a un pariente carmelita. Viendo el éxito que estaba cosechando la cinta, por hacerles rabiar en casa, decía que el caricaturesco fraile era el pariente, que yo lo había dibujado y había mandado el dibujo al grupo. A partir de entonces, cada vez que sonaba  Salve, mi madre se ponía nerviosa y quitaba la luz de casa, para no escuchar la canción: con ningún otro disco se repitió tal reacción. 

A partir de entonces, vuelta actual a la actividad musical, prórroga o bola extra aparte, vi con asiduidad a La Polla Records durante veinte años, hasta que finalmente, en agosto de 2003, se separaron, siendo yo testigo, sin saberlo, de su antepenúltimo concierto en Estella/Lizarra. La cita contó con Tijuana in Blue como compañeros de cartel de lujo, en su azaroso regreso de dicho año… Además de La Polla Records, me voy a poner serio, algo más terminó para mí aquel mes de agosto musicalmente hablando: el siglo XX. Pese a que la carrera de Evaristo siguió siendo prolífica y suculenta (The Kagas, The Meas, Gatillazo), algo murió en nuestra alma cuando la Polla Records, tras más de dos décadas escribiéndola, pasaron a ser historia. Ya nada fue igual.

J. Óscar Beorlegui

Mi primera vez: así descubrí a Extremoduro

Extremoduro llegó a mi vida sin avisar. Sin premeditación, nocturnidad ni alevosía. Lo hizo como un amor tardío, cuando yo ya pensaba, qué osada es la juventud y qué atrevida la ignorancia, que a mis 25 años ninguna banda que pudiera escuchar me impactaría ya de forma determinante. Que ningún grupo podría alterar mis emociones tal y como lo habían hecho para entonces La Polla Records, Barricada o Cicatriz, por citar unos ejemplos. Ah, qué equivocado estaba, como años más tarde la vida y sus lecciones me lo volvería a recordar. 

Fue en agosto de 1992, año en el que me dejé caer por la Feria de Málaga. Allí sucedió todo. La primera noche, la única que se podía salir por el Centro de la ciudad (las restantes jornadas, en horario nocturno, la feria se trasladaba al Real, en las afueras de la capital) di con un bar de esos que horas antes hubiese pagado por encontrar. Con un bar… Imposible a priori en aquellos lares, en medio de aquel maremágnum de establecimientos llenos sus mostradores (y suelos) de botellas de fino, de faralaes, banderitas y típicos ornamentos sus techos y paredes y, a todo volumen, sevillanas  dando color al ambiente… 

Fui callejeando por la parte vieja y menos turística de la ciudad, por calles nada concurridas pese a la algarabía de otras próximas; de pronto tuvo lugar el hallazgo: Honky Tonk, leí un deslavazado cartel que pendía sobre un pórtico que parecía albergar gente en su interior. Y lo más importante para mí a aquellas horas: vida, más allá de lo que se cocía en la ciudad. 

Efectivamente, aquel era el local que mi instinto, aun sin saberlo, llevaba horas buscando. Allí, ante mí, estaba la razón que me había llevado a caminar y profundizar por aquellas callejuelas de andar seguramente inmoral. Honky Tonk, estaba abierta la puerta, todo un mundo de previsibles placeres conocidos se me ofrecía: una atmósfera cargada en su punto; gente vestida de forma normal, bafles cutres escupiendo a todo trapo rock and roll, cubatas digeribles para el bolsillo…  Sobra decir que allí me quedé toda la noche.

Al día siguiente, por aquello de despejar la niebla gris de mi cabeza, salí con mi walkman a mediodía, pero lejos de buscar la playa o el paseo marítimo, regresé sobre mis pasos con la fe del converso: fui a ver si existía aquel bar o todo había sido fruto de una ensoñación. Sí, allí estaba, y abierto. Recién fregado el suelo aunque la barra todavía era pasto de ceniceros llenos, botellines semivacíos y vasos apegados. Y allá estaba el mismo camarero que la noche anterior, afanándose en recogerlo todo. Tras pedir Coca Cola con mucho hielo, me ofrecí a echarle una mano, y pronto entablamos conversación: charla que, indudablemente, comenzó a girar alrededor de la música. 

El hombre quedó impresionado cuando le hablé de los nuevos discos de bandas vascas que habían sido publicados aquel año, ¡no tenía ni idea! Conocía a los grupos que le nombraba, pero no sabía de la existencia de aquellos trabajos ni, lo verdaderamente preocupante para él, tampoco cómo conseguirlos.

Pasó la semana de Feria, y la víspera de volver a Pamplona, pasé por el Honky Tonk a despedirme. En señal de amistad, decidí regalarle al camarero las cintas grabadas que me había llevado de vacaciones: los nuevos discos de Cicatriz, Negu Gorriak y Soziedad Alkohólika. El hombre se quedó sin saber qué decir, mirando las cintas como si de pequeños tesoros se tratase, hasta que en un momento dado se encaminó al almacén regresando con un disco de vinilo: “toma, te voy a regalar este disco, a ver si te gusta. Dejó un tipo un montón para vender y no he vendido ninguno”, me dijo extendiéndome el LP. “¿Los conoces?”, continuó.  Se trataba del Somos unos animales, segundo álbum de Extremoduro. El nombre me quería sonar, lo había visto escrito alguna vez, pero no los había escuchado. 

 Ya de vuelta a Pamplona, tras darle vueltas y más vueltas (al vinilo y a la cabeza: reconozco que aquel disco me la voló), caí. Ya sabía dónde había visto antes aquel nombre tan singular: en mi casa. ¡En una maqueta que había comprado el año anterior porque salía La Polla Records! Se trataba de una cinta que reunía canciones de Extremoduro y La Polla por la cara A y de Potato y Rosendo, por la B. El artefacto en cuestión, aquello era pura metralla sonora, se grabó en septiembre de 1990 durante un concierto celebrado en las fiestas alternativas de Mikelin 90 en Abetxuko, Gasteiz. Las canciones de Extremoduro que se incluyeron fueron Jesucristo García (con la posterior Ama, ama, ama y ensancha el alma recitada como introducción por un torrencial Manolillo Chinato) y Emparedado. Sobra decir lo impactado que me quedé cuando las escuché… y el cargo de conciencia que me entró por no haberlo hecho antes de aquel día, teniendo la cinta en casa como la tenía.

A una con el descubrimiento, pronto cambiaron las tornas, pasando a ser aquellas canciones, desde entonces, las más escuchadas de la cinta: y ya no solo en mi casa, sino principalmente en el programa que por entonces hacía en la radio libre de Iruñea Eguzki Irratia, espacio radiofónico cuya sintonía de entrada, además, pasó a ser La canción de los oficios, y la de salida, Quemando tus recuerdos, ambas de Somos unos animales. Ni que decir tiene que todas las semanas llamaban oyentes preguntando por aquel grupo que amenazaba con volar y revolucionar almas, corazones y cabezas sin posibilidad de vuelta atrás. 

¿Cómo había podido vivir hasta entonces sin aquella banda?, me preguntaba una y mil veces escuchando sus canciones sin cesar; unos temas de provocador carisma y deslenguada personalidad marcados a fuego por la malencarada voz de Roberto Iniesta, piedra angular del grupo. Pronto descubrí que aquellos Extremoduro contaban con otros dos discos que yo no conocía, y que adquirí de inmediato: los descomunales Rock transgresivo (Tú en tu casa, nosotros en la hoguera) y Deltoya. “Bueno, no hay mal que por bien  no venga”, pensaba  para mí tratando de autoconsolarme siendo consciente de lo siguiente, por otra parte: de la inmensa suerte que había tenido, pues no en vano se habían presentado en mi vida sin avisar, como acostumbran a llegar las cosas buenas, y con aquellos tres trabajos (maqueta aparte). De golpe, dando todo un golpe de mano en mi ser cuando ya pensaba que lo había visto todo…

A partir de entonces llegué puntual a sus restantes discos y pude asistir a inolvidables conciertos de Extremoduro. Fascinantes siempre. Irrepetibles, con la música y el caudal lírico de Robe desangrándose a borbotones sin que nadie pudiera contener la hemorragia. Con el magma sonoro resultante salpicando a diestro y siniestro como si de lava se tratase.  

Una cosa me quedó clara desde aquellos días: aquellos Extremoduro habían venido para quedarse.

J. ÓSCAR BEORLEGUI