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Mi primera vez: así descubrí a Tijuana in Blue

En la década de los ochenta, más allá que por cuestiones de orden musical, uno asistía a conciertos, casi siempre callejeros, básicamente por dos razones, por la transgresión que aquello suponía en una ciudad tan mojigata como Pamplona/Iruñea y por provocar –en el sentido de molestar- con nuestra presencia a las gentes de orden. De ordeno y mando, quiero decir. “Aunque esté todo perdido / siempre queda molestar”, que habrían de cantar Kortatu en El estado de las cosas, su segundo álbum. Anticipándonos unos años a dicha letra, no éramos pocos quienes apuntándonos a cuantos bombardeos con forma de conciertos se nos presentaban, pintábamos calva la ocasión haciendo buena la canción.

Íbamos, en suma, por pasarlo bien. En 1985 cuando asistías a un concierto eras consciente de que podía pasar cualquier cosa, aparición estelar de  golpe y porrazo de la fuerza pública azul, verde o marrón e inmediato desconcierto y dispersión del público incluida. Sobra decir que en los casos en que esto no ocurría el fiestón que se fraguaba a ambas alturas del escenario era mayúsculo, creyéndonos reinar todos por encima del bien y del mal. Si hubo un grupo en la ciudad que personificó desparrame y espíritu díscolo y festivo como ningún otro esos fueron Tijuana in Blue, siendo la sorpresa del momento: una banda imposible (que tal vez por ello fue posible) cuyos integrantes, comandados por Jimmy y Eskroto, eran capaces de reírse hasta de un cuadro… Marco incluido, encontrando espacio en su repertorio todo tipo de histrionismos, chanzas y parodias. Habiendo ‘zascas’ (tal y como se dice ahora) en sus canciones para todo. Para todos. 

De manos de las inquietudes del grupo, qué duda cabe, se abrió un claro entre las nubes y se acabó la quietud, imponiéndose su luminosidad entre 1985 y 1988 al gris Pamplona, tonalidad predominante desde siempre en la ciudad: cosa también de las connotaciones del nombre de la banda, imponiéndose también dicha luz sobre el nihilista negro total proclamado por otros compañeros de viaje como los RIP.  

A Jimmy y Eskroto los conocía de verles en cuantos saraos se fraguaban en el Casco Viejo de Pamplona con el fin de ¿dinamizar el ambiente? De dinamitar la vieja normalidad heredada del post franquismo –más bien-,  dando ambos la sensación de ser el perejil de todas las salsas: mi sorpresa fue mayúscula cuando les vi aparecer en Lumbier al frente de Tijuana in Blue, en el concierto organizado en el marco de las fiestas patronales para presentar la cinta Iruña for Katakrak. ¿Qué hacía yo en Lumbier? Mi familia materna era de la villa, por lo que en los veranos tocaba ir al pueblo. Mis padres creían que donde mejor podía estar mi yo adolescente era en Lumbier, alejado de las amenazas y peligros (léase drogas básicamente) que, en su opinión, nos acechaban en la ciudad: según ellos, ¡¡si incluso las daban gratis y si te despistabas te las echaban hasta en el Cola Cao!! Ah, escuchar campanas sin saber dónde, qué malo ha sido siempre… Qué equivocados mis progenitores, cuando lo que pasaba era justamente lo contrario: que las denominadas ‘drogas’ costaban una pasta y, como más de un yonky ya había tenido ocasión de comprobar, quien recibía con frecuencia el Cola Cao era su dosis de caballo, cortada así por el vendedor para hacer más provechoso el negocio.

Para entonces, 1985, ya hacía dos años o tres que había descubierto en Lumbier el bar La Cueva, epicentro de la vida social de quienes más o menos pensaba que eran como yo: la de ‘duros’ que me dejé en su sinfonola escuchando Este Madrid, de LeñoFast as a shark, de AcceptHormigón, mujeres y alcoholCanciones desnudas Al límite, de Ramoncín o, desde el año anterior, Eh txo, de otro grupo local de los llamados a comérselo todo, Hertzainak: de hecho, entre 1984 y 1992 llegarían a llenar por lo menos en seis ocasiones el pabellón Anaitasuna.

Ya metidos en faena, el ambiente de las horas previas al concierto lució  marcado por la curiosidad –en un primer momento-… y por la desconfianza general de los sheriffs del lugar acto seguido, a la vista de las pintas de buena parte de quienes aquella tarde noche se acercaron a la plaza de los Fueros de Lumbier: un respetable más que presto y predispuesto a desfasar (en muchos casos) que, en su ‘puestón’, no dudó a la hora de cruzar incluso ciertas líneas rojas locales, invisibles a ojos de los foráneos pero pintadas y remarcadas con trazos gordos en el subconsciente colectivo de la localidad. 

Tijuana in Blue actuaron de madrugada, en último lugar, descargando en parte el ambiente con su filosofía etílico-hedonista y sus experimentales y despreocupadas canciones: con unas composiciones/parodias musicadas en muchos casos como La flauta de BartoloEl ReyTres tristes tigres o el himno de Katakrak, reescrito sobre el de una conocida Peña sanferminera. Además, también sonaron otras como Una de piratasRebelión medieval o Bebe y olvídalo, incluidas en 1986 en su disco debut compartido con Potato (siendo esta última su aportación a la cinta Iruña for Katakrak) o Ídolos, claro exponente de la filosofía del grupo en sus inicios. En una plaza sembrada de irónicas octavillas en las que se aludía a la africanía de Navarra y a la libertad de un tal Omar Omonte, el fin de fiesta post concierto se alargó durante casi una hora con una delirante improvisación en la que, bajo un ritmo tan básico como festivo, se reivindicó en euskera  dicha africanía de la práctica totalidad de los pueblos de la comunidad foral: “Iruña, Afrika da”; “Tutera, Afrika da”; “Ilunberri, Afrika da…”

Pronto, muy pronto volví a ver a Tijuana in Blue, haciéndome absolutamente incondicional: fue en octubre de dicho 1985, en fiestas de Arrosadia (La Milagrosa por entonces), siendo nuevamente de alto voltaje el desparrame, y, posteriormente en diciembre, en un local de mi barrio, Errotxapea, conocido como El Barracón. Esta cita, de marcada connotación transgresiva, fue organizada por Eguzki Irratia para la noche del 24 de diciembre, subiendo con ellos al escenario Fiebre y Refugiados. El escándalo en mi casa fue de aupa cuando, tras la ceremoniosa cena familiar, dije que iba a salir: hacerlo en Nochebuena aquellos años era impensable, una herejía, poco menos.

Viento en punk a toda vela,  tras actuar los años siguientes del uno al otro confín (quedando en nuestra memoria conciertos como el dado en el parque de la Media Luna de Pamplona, junio de 1987, con motivo de la presentación del TMEO), la vida no siguió del todo igual para Tijuana in Blue a partir de finales de 1997, siendo testigos sus siguientes discos (A bocajarroSopla, soplaSembrando el pánicoVerssioneando Te apellidas fiambre) de no desapercibidos volantazos musicales y reajustes estilísticos: de una progresiva desescalada del espíritu festivo del conjunto, acentuada definitivamente con la salida de Eskroto del grupo en 1990. Finalmente, en verano de 1992, la banda desapareció. 

Tras volatizarse sin apenas meter ruido –curiosamente-, el espíritu más genuino de Tijuana in Blue recuperaría el riego y la chispa ese mismo año, 1992. Y, de manos de un Eskroto reconvertido para la ocasión en Gavilán, lo hizo dando lugar a una contagiosa segunda oleada con forma de nueva banda, Kojón Prieto y los Huajolotes: formación imposible (nuevamente) en la que, además, terminaría brillando con luz propia un personaje del séquito de los Tijuana cuyas dotes musicales desconocíamos hasta entonces, Toñín, quien a una con el siglo XXI arrasaría bajo el alias artístico de Tonino Carotone. Fuera de toda duda, con los Huajolotes, llegó el ansiado rebrote, el del alocado espíritu de Tijuana in Blue, para muchos la banda más querida de nuestra capital.

J. Óscar Beorlegui